Aluminio, un elemento peligroso

 

El aluminio es el tercer elemento más abundante en la corteza terrestre, después del oxígeno y el silicio. Está en todas partes: en las rocas, en la arena, en el barro. Sin embargo, en toda la enorme complejidad de la biología humana, el aluminio no cumple ninguna función esencial. No forma parte estructural de las células, ni es cofactor de enzimas, ni participa en reacciones metabólicas vitales. 

No sólo eso. El ion trivalente Al³⁺es altamente reactivo, con gran afinidad para unirse a proteínas, fosfatos y ácidos nucleicos. Lejos de favorecer los procesos vitales, el aluminio tiende a interferir en ellos:

  • Compite con iones esenciales como el magnesio y el calcio.
  • Perturba la actividad enzimática y la función mitocondrial.
  • Desestabiliza las membranas celulares y favorece el estrés oxidativo.

En definitiva, el comportamiento químico del aluminio es hostil para el buen funcionamiento de nuestro mecanismo biológico: es un veneno.

En la naturaleza, el aluminio se combina fuertemente con oxígeno, hidrógeno y otros elementos para formar rocas y minerales como la bauxita y la caolinita. 

Estos compuestos no se disuelven fácilmente en agua, sino que forman sólidos pesados que precipitan rápidamente y se van al fondo. En cambio, otros metales esenciales como Hierro (Fe²⁺), Magnesio (Mg²⁺), Cobre (Cu²⁺), Zinc (Zn²⁺), tienen formas químicas más solubles en agua, y los organismos primitivos los incorporaron para funciones útiles:

  • Hierro, para el transporte de oxígeno y la respiración celular.
  • Magnesio, para la estabilidad del ATP.
  • Zinc y cobre, para catalizar reacciones enzimáticas.

El aluminio quedó fuera del repertorio bioquímico, no por casualidad, sino porque era inaccesible e innecesario. Durante la mayor parte de la historia humana, la exposición al aluminio fue insignificante. Pero con la industrialización, la situación cambió drásticamente: El aluminio se introdujo en el agua potable como agente clarificante, y los aditivos basados en aluminio invadieron los alimentos procesados, los cosméticos y medicamentos, como los antiácidos.

No obstante, en condiciones normales del tubo digestivo, nuestro cuerpo se defiende del aluminio no absorbiéndolo: tal como entra en por la boca se elimina por las heces. Pero hoy en día, el aluminio puede penetrar artificialmente en nuestros cuerpos superando las barreras naturales de defensa a través de otras vías:

  • Los adyuvantes de aluminio añadidos a las vacunas para potenciar la respuesta inmune.
  • Implantes y prótesis metálicas.
  • Aerosoles, inhaladores y el humo del tabaco.

Aunque el organismo humano lo considere un invasor extraño y potencialmente tóxico, una vez  que por esas vías está dentro del cuerpo, su eliminación no es sencilla. Al no ser metabolizado para ninguna función esencial, el aluminio tiende a acumularse lentamente en músculos y órganos como el cerebro y los huesos, contribuyendo a la inflamación crónica y al daño oxidativo.

No es la primera vez que hablamos del aluminio. Hemos visto que recientes investigaciones sugieren que el aluminio podría estar implicado en graves enfermedades actuales como:

  • Autismo (trabajos de Exley)
  • Enfermedades autoinmunes (Gheradi, Shoenfeld)
  • Enfermedad de Alzheimer (nuevamente Exley)
  • Asma, esclerosis lateral amiotrófica (ELA)...

Las investigaciones del aluminio y otras posibles fuentes de toxicidad socio-ambiental resultan apasionantes, y además una parte importante del establishment y sus terminales mediáticas las consideran conspiranoicas, lo cual es toda una señal de que van por el buen camino.

El diseño de la vida en la Tierra no le otorgó ningún papel al aluminio, a pesar de su abundancia. Y su incorporación artificial y reciente a nuestra biología podría estar contribuyendo al surgimiento de enfermedades que apenas comenzamos a comprender, pero que asolan nuestra sociedad.

La pléyade de enfermedades modernas no sería, una vez más, algo externo que nos ataca como una maldición, sino una consecuencia de la deriva de la sociedad actual, empeñada en no respetar las leyes de la naturaleza, empezando por las de nuestro propio cuerpo.


Los síntomas no son el problema: son el mensaje


En la medicina moderna, los síntomas suelen tratarse como enemigos. Fiebre, dolor, tos o inflamación se eliminan rápidamente con medicamentos, como si fueran errores a corregir cuanto antes. Pero ¿y si estos síntomas no fueran fallos, sino mensajes valiosos? ¿Y si suprimirlos sin entender su origen estuviera obstaculizando, en lugar de apoyar, los procesos naturales de sanación?

Los síntomas son simplemente respuestas fisiológicas. Aparecen cuando algo en nuestro entorno,interno o externo, está desequilibrando nuestro organismo:

  • La fiebre no es un enemigo: es una estrategia que dificulta la supervivencia de bacterias, acelera procesos metabólicos y activa defensas naturales.
  • El dolor señala que algo necesita atención, y nos invita a mirar hacia dentro.
  • La diarrea elimina toxinas.
  • La tos despeja nuestras vías respiratorias...

Estas reacciones forman parte del intento del cuerpo por restaurar el equilibrio, lo que en fisiología se llama homeostasis.

La medicina basada en síntomas ha llevado a una cultura de supresión: tratar lo que se ve o se siente, sin mirar más allá. Este enfoque puede derivar en iatrogenia: bajar la fiebre sin preguntar por qué está ahí, tomar analgésicos de forma crónica sin explorar la causa del dolor, medicar el insomnio sin revisar el estilo de vida… Todo esto puede aliviarnos momentáneamente, pero a costa de perpetuar o incluso agravar el desequilibrio original.

En enfermedades crónicas, los síntomas no son solo reacciones puntuales, sino expresiones de un cuerpo que intenta adaptarse a un entorno dañino:

  • Alimentación desequilibrada
  • Falta de contacto con la naturaleza, sedentarismo
  • Exposición constante a toxinas
  • Estrés crónico
  • Carga emocional no procesada...

La fatiga, el insomnio, los trastornos digestivos o el dolor persistente no son errores del cuerpo, sino sus formas de decir que algo no está funcionando.

En Medicina Sustractiva proponemos otra mirada: menos centrada en añadir fármacos o intervenciones, y más enfocada en quitar aquello que interfiere con la autorregulación del cuerpo. Eso implica:

  • Observar los síntomas sin miedo.
  • Preguntarnos qué intentan comunicarnos.
  • Revisar los hábitos, el entorno, las emociones.
  • Actuar desde la causa, no sólo desde la manifestación.

Escuchar lo que nos dicen los síntomas nos abre la puerta a una medicina más humana, más preventiva, y sobre todo, más respetuosa con nuestra biología.