Nadie discute hoy en día la superioridad de la lactancia materna sobre la artificial, pero no toda leche materna es igual. Aunque la leche donada puede salvar vidas en neonatos prematuros, un estudio de 2019 demostró que los anticuerpos presentes en la leche de la propia madre sobreviven mejor a la digestión intestinal del bebé que los procedentes de leche de donantes.
En el intestino infantil, las enzimas digestivas fragmentan proteínas como son los anticuerpos. Pero los anticuerpos maternos propios (IgA, IgG) parecen reconocer algo más que antígenos: reconocen al propio hijo. Su estructura, su microbiota, sus epítopos. Esta afinidad biológica es el producto de la exposición de la madre a las mismas bacterias que su bebé, y protege a los anticuerpos frente a la degradación, manteniendo su capacidad de unirse a los patógenos.
En cambio, los anticuerpos de otra madre, aunque igualmente humanos, carecen de esa correspondencia inmunológica y se desnaturalizan con mayor facilidad. Si además la leche ha sido pasteurizada, las defensas pierden parte de su actividad.
El resultado: menos inmunidad funcional para el lactante.
Este hallazgo nos recuerda que la biología no es intercambiable. La inmunidad materna no es una fórmula general, sino una transferencia personalizada de defensas, ajustada al entorno microbiano compartido.
En una época que sobrevalora la sustitución tecnológica, este estudio ilustra un principio esencial de la filosofía de la salud: cada vez que sustituimos un vínculo biológico por un artificio, la vida funciona un poco peor.


