La increíble historia de los adyuvantes vacunales

 


El concepto de adyuvantes para las vacunas va unido a la historia de la lucha contra la difteria, que en principio tuvo marcado acento alemán:


Edwin Klebs, Friedrich Loeffler y Emil von Behring

Edwin Klebs había identificado en 1883 la bacteria que causaba la difteria, que tras varios nombres se denominó Corynebacterium diphtheriae. En 1884 Friedrich Loeffler fue el primero en cultivarla y en demostrar que producía una exotoxina, que era la responsable del daño en la garganta. Emil von Behring ganó el primer Premio Nobel de Medicina en 1901 tras inocular la toxina tratada con calor a caballos de cuyo suero luego extrajo la antitoxina, es decir, los anticuerpos o inmunoglobulinas que la neutralizan.

Las vacunas antidiftéricas surgirían en 1925 de los trabajos independientes del veterinario francés Gaston Ramon y del inmunólogo británico Alexander Thomas Glenny, que trataron la toxina con formol obteniendo un producto no tóxico pero capaz de inducir anticuerpos que bloqueaban la toxina natural: era el toxoide de la difteria. El problema, al igual que con el toxoide tetánico, es que la reacción que generaba era de poca intensidad.

Gastón Ramón

Gaston Ramon descubrió en 1925 que los caballos vacunados contra la difteria tenían una respuesta inmune más fuerte si se desarrollaba inflamación en el sitio de la inyección. Esto le llevó a probar añadiendo al toxoide sustancias tan sorprendentes como pan rallado, aceite, agar o jabón...

Alexander Glenny

Fruto del azar, Alexander Glenny observó en 1926 que las vacunas contaminadas con restos de alumbre (sales de aluminio procedentes de los recipientes) estimulaban las respuestas inmunitarias, efecto que se perdía cuando las vacunas se fabricaban de manera más limpia. Este descubrimiento llevaría a que las sales de aluminio se convirtieran en el adyuvante más utilizado desde 1932 hasta la fecha, incluyéndose en muchas vacunas como las de la difteria, tétanos, tosferina, hepatitis, neumococo, papiloma...

Curiosamente, las vacunas virales vivas atenuadas como las del sarampión, las paperas o la rubéola (componentes de la triple vírica) no requerían ser adyuvadas con alumbre, como si el sistema inmunitario se preocupara por sí mismo de activarse para luchar contra estas infecciones sin requerir ayuda externa.

Por el contrario, el sistema inmune casi ni se inmuta cuando lo que se inyecta son virus inactivados o fragmentos de ellos o productos análogos sintéticos. Al adicionarles el adyuvante de aluminio, éste se encarga de generar una respuesta inmune, algo lógico teniendo en cuenta que este metal es totalmente ajeno al normal funcionamiento de los seres vivos, no conociéndose para él ninguna función positiva. No sólo eso, sino que su toxicidad es conocida, sobre todo a nivel neurológico

La base teórica del uso de los adyuvantes de aluminio en las vacunas es que el cuerpo, al encontrarse con este tóxico en su interior, ponga en marcha sus mecanismos de defensa para eliminarlo, y de paso también a los componentes de la vacuna que lo acompañan. Se busca un beneficio a través de un daño, algo así como "la letra, con sangre entra"...

Las sociedades vacunólogas pregonan la bondades de la vacunación adyuvada en los medios, pero fuera de ellos subyace un controvertido debate sobre la seguridad de su uso. Shoenfeld, experto en enfermedades autoinmunes, definió el síndrome autoinmune/inflamatorio inducido por adyuvantes (ASIA), un duro peaje para las personas que lo sufren...

Y es que al hablar de estimulación de la inmunidad inevitablemente aparece en escena la gran sombra de las enfermedades autoinmunes, aquellas en las que hay un aparente estado de sobreactivación del sistema inmune que le lleva a atacar a las células del propio organismo. 

El ataque a lo propio no es algo raro en el funcionamiento normal del organismo: nuestro sistema inmune trabaja constantemente para destruir las células cancerosas que surgen de continuo, algo que requiere un prodigioso equilibrio en su funcionamiento. De ahí la importancia de preservarlo.

Cronológicamente, el creciente uso de adyuvantes de aluminio y la creciente aparición de enfermedades autoinmunes siguen un curso paralelo. Las vacunas se usan para estimular la inmunidad, y los adyuvantes para potenciar ese efecto deseado frente a los antígenos de la vacuna, pero...

¿Y si el efecto estimulador del adyuvante se manifiesta en otras areas del organismo no esperadas ni deseadas...?, ¿y si en un punto se rompe el fino equilibrio entre la lucha frente a lo extraño o lo maligno y el respeto a lo propio...?

Las buenas intenciones no bastan. Cuentan los hechos. Y hay que investigarlos, como hace Shoenfeld.


3 comentarios:

  1. Juan, ¿ves válida la hipótesis del autismo en relación al uso de aluminio?
    El otro día acudí a un curso sobre elaboración de biofertilizantes, donde nos explicaron cómo funciona el suelo. Nos comentaban cómo el aluminio bloquea en la planta la absorción de otras sustancias necesarias, siendo éste perjudicial. Me resultó interesante porque conforme más estudio, más idénticos somos al reino vegetal. Si produce esto en las plantas, ¿qué no va a producir en nosotros? Pensé.

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    1. Bárbara, así como sí que veo la asociación del aluminio con la EM o el Alzheimer, no la veo tan clara con el autismo, con el que además no tengo experiencia a nivel profesional. Por su sintomatología, pienso que el autismo podría tener como base un componente metabólico relacionado con la fructosa, pero desconozco si el aluminio podría interferir en él. Lo que está claro es que es otra patología que no para de crecer y tiene que haber una causa, y a los críos de ahora se les mete de todo en cuanto nacen.

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  2. Debería ser que, igual que se hacen pruebas de reactividad a eso agentes que estimulan el sistema inmune, p.e. en las alergia; se hiciera lo mismo en todas las vacunas a fin de evitar consecuencias totalmente ajenas por la administración de esos coadyuvantes.
    Es decir las vacunas, al menos algunas, deberían administrarse controlando individualmente la respuesta inmune de su efecto.

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